martes, 26 de enero de 2016

Cine. La gran apuesta

Disparatado pero creíble, luego inquietante, muy inquietante


Título original: The big short
Duración: 123 minutos
Director: Adam McKay
Guión: Adam McKay, Charles Randolph (Libro: Michael Lewis)


El nuevo retrato de la última crisis financiera está hecho desde el punto de vista de los que la vieron venir, cuando nadie era consciente de que el mercado hipotecario americano era un montón de basura capaz de hacer colapsar la economía del mundo. La historia presenta a un puñado de frikis americanos, que se ganan bien la vida con operaciones financieras en chiringos propios, y a algún banquero que decide llevar la contraria a sus jefes; gente rara, que pretende forrarse apostando contra las autocomplacientes previsiones del establishment. McKay no espera que sus desaprensivos personajes nos caigan bien, pero tampoco se los carga. Los muestra tal cual son, con una mirada irónica y madura. Juzguen ustedes mismos, parece que nos dice, pero entérense bien de cómo fue la cosa.

Hay una escena, al principio, en la que uno de estos desclasados del barullo financiero, que ha previsto la crisis de las hipotecas subprime, se presenta en Goldman Sachs para proponerles su apuesta a la baja. A los ejecutivos del banco la hipótesis de que sus maravillosos productos se conviertan en basura les parece una especie de broma rara, y cuando el visitante les pregunta si creen que el banco tendrá recursos suficientes para pagarle, cuando se demuestre que tiene razón, directamente se tronchan de risa. El impacto de la escena radica en que, por una parte, resulta totalmente creíble, y, por otra, la vemos sabiendo que, poco tiempo después, Lehman Brothers desaparecería del mapa.

Lo que hicieron estos frikis con su intuición de que el sector inmobiliario era una burbuja no fue menos avaricioso que lo que hacían los del núcleo duro de Wall Street empaquetando basura en forma de bonos, pero fue más cínico y audaz. Su apuesta a la baja pintaba un horizonte aterrador para el bienestar de millones de personas, pero la película no se detiene en este detalle. Es decir, no pretende ser una historia moralizante sobre la perversidad del capitalismo (lo cual es de agradecer, porque las lecciones morales básicas caen por su propio peso). En cambio, sí que aspira a hacernos comprender los entresijos del enredo, sin ahorrarnos  jerga enrevesada, ni detalles de la complejidad del asunto, como el papel de reguladores y agencias de calificación de riesgos, ni explicaciones de cómo funcionan los más sofisticados productos financieros. Lo genial es que, curiosamente, este afán didáctico no resulta en ningún momento aburrido, sino todo lo contrario. La razón es lo innovadora e ingeniosa que es la película, y el talento con que maneja McKay el humor y el ritmo. La pantalla es a veces un power point donde se describe cómo funciona un CDS, y a veces nos muestra a los personajes hablando a la cámara, o dando una información que luego desmiente porque “era broma”. Los personajes no son autómatas del sistema, sino gente de carne y hueso, con la que te ríes y a la que más o menos comprendes; son “jugadores” que solo a ratos se fijan en lo que hay detrás de cada una de esas hipotecas impagadas con las que van a forrarse. Desaprensivos que quieren su parte del pastel, en un mundo de desaprensivos que les mira por encima del hombro.

Los personajes y sus ambientes están magníficamente desarrollados, y  todo es disparatado, pero del todo creíble, razón por la que da un cierto miedo. A poco paraoico que seas, la atrapa la idea de que entre los más listos se esconde gente muy torpe, mezclada con otros que carecen de moral, y  empiezas a vaticinar toda suerte de cataclismos mundiales, no solo financieros, sino (por qué no) tecnológicos o medioambientales. Al fin y al cabo, si en el mundo económico pasan estas cosas, por el cocktail de estupidez y avaricia de quienes lo gobiernan, ¿quién nos dice que toda la información que compartimos, y subimos y bajamos de las nubes no está en grave riesgo porque los gurús del ramo son en realidad unos idiotas sin escrúpulos? Y así sucesivamente, con los aviones, los gasoductos, las medicinas… Menos mal que mi mente es demasiado dispersa para perseverar en el catastrofismo.


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