Una mujer, un tiempo, una enfermedad
Alianza Editorial
259 pags.
A través de un día en la vida de
Clarissa Dalloway, una señora de clase alta que empieza el día comprando flores
porque da una cena, Virginia Woolf hace un retrato de la sociedad del Londres
de entreguerras, del papel de la mujer en ella y de los resabios victorianos de
represión emocional y sexual que aún sobreviven en su época, al tiempo que plantea una reflexión sobre la
locura y la muerte, que enlaza directamente con la biografía de la autora.
Formalmente, una serie de
flashbacks nos amplían el alcance de la mirada del narrador a los personajes y
sus entornos sociales y emocionales, pero es el discurrir del día, y las horas que van dando los relojes de
Londres, y cuanto hace y piensa Clarissa durante ese día, lo que nos va
abriendo las puertas de un elenco de personajes, en cuyas mentes Virginia Woolf
se introduce, para poner sus reflexiones al servicio del corazón de la
historia, que es la Sra. Dalloway y su infelicidad.
Por encima del retrato social,
realizado a mi juicio con maestría, sobrevive hasta la última página la
pregunta central: ¿Quién es en realidad Clarissa y qué siente? Las respuestas
que leemos y captamos entre líneas, buceando en el texto, nos conducen, en
primer lugar, a la propia autora, a su enfermedad bipolar, a su posterior suicidio, a su infancia de
abusos sexuales, a su amor por su marido y a su condición bisexual. Pero la
Clarissa que se nos muestra no es un trasunto de Virginia Woolf. La autora está más
allá, en otro nivel del texto.
De acuerdo con las escenas que se
van sucediendo en la superficie del texto, Clarissa es una anfitriona feliz,
una señora que adora mezclar a gente elegante en una casa llena de flores; alguien
con éxito en su misión de ofrecer una gran cena; Es también la sobreviviente de
oscuras tristezas que quedaron en el pasado –“había escapado a la destrucción”,
se dice-; alguien adscrito a las reglas
del juego de una sociedad empeñada en no sentir demasiadas cosas, y una mujer
agradecida a la vida por aportarle un marido (aunque este sea incapaz de decirle cuánto la quiere). En una palabra, según nos dice el narrador, Clarissa
es una señora que da una cena y que “no había sido nunca tan feliz”. Pero ahí
mismo, un poco más allá de la superficie del texto, en el devenir de cada
personaje que la rodea y sus emociones, y en alguna reflexión de la propia Clarissa,
percibimos que Virginia Woolf quiere desmentir sutilmente esa felicidad que
muestran los hechos más notorios que nos narra.
¿Cómo se construye en el lector
esta doble apreciación? ¿Cómo consigue Virginia Woolf que no creamos en una
Sra. Dalloway feliz, a pesar de que el narrador nos la describe como tal? De
acuerdo, sabemos que Virginia Woolf
acabó su vida en el fondo de un lago, tras haberse cargado los bolsillos de
piedras, y puede que sea esta información lo que nos hace descreer del
narrador. Pero no es solo eso; hay algo más.
No hay nada en la vida de la Clarissa
anfitriona que parezca tan contundente y
luminoso como para vencer las sutiles sombras que la persiguen desde el
pasado. El lector nota que las historias desoladas que rodean la agradable vida
de Clarissa no están ahí casualmente, sino para mostrarnos cuán desesperada y
ausente de sentido puede ser la vida. El
ex novio apasionado, al que nunca le fue nada bien; la señorita de compañía amargada
porque quisiera tener una profesión, el hombrecillo víctima de un trauma postbélico: todos ellos
nos conducen a pensar que los lazos de
Clarissa con la depresión, la angustia y la muerte son aún muy fuertes, y que todavía la acecha la desolación de la que
dice haber escapado . Es como si estuviera contaminada por la atmósfera de
opresión y fracaso en la que viven los personajes que, al revés que ella, osan sentir
y expresarse, y aspiran a ser libres. De no ser así, de ser realmente feliz, Clarissa no tendría miedo, y lo tiene: “Había
en lo más hondo del corazón de Clarissa un miedo terrible”, nos dice el
narrador. Miedo, creo yo, a que nada de cuanto ha urdido como sucedáneo de
felicidad funcione, miedo a que ser
anfitriona no sea suficiente.
También es esclarecedora una reflexión suya ante el hecho del suicidio: “la muerte era un intento de comunicar”, dice.
Enfrentemos esa frase con su titánico esfuerzo por tener una vida social lo más
intensa posible, lo más comunicativa
posible, con la cordial frialdad de su
relación con su marido, con su pobre vida sexual y con el odio que profesa a la
mujer que es capaz de comunicarse con
su hija. ¿No es la Sra. Dalloway alguien que en el pasado desechó la muerte
como manera de comunicar, y que busca
ahora desesperadamente salir de su soledad mediante su papel de anfitriona, sin
lograrlo?
Virginia Woolf escribió una novela de estructura compleja y cargada
de una preocupación vital reflejo de su propia enfermedad, con una enorme
condensación de ideas y sensaciones, en la que cada personaje –y la ciudad de
Londres, con sus relojes y sus horas, es un personaje más- destaca a su manera,
para hacer brillar el argumento central, que es el retrato de una
mujer y de un tiempo.
Hasta aquí las buenas noticias.
Para la mayoría de mis colegas de
tertulia literaria este libro, que a mí me ha hecho disfrutar muchísimo, carece
de interés. Dentro de ese grupo mayoritario, varios fueron incluso incapaces de
acabarlo. Otros lo juzgaron aburrido, banal o pretencioso. Uno de ellos estaba
particularmente cabreado porque, al igual que el Ulises de Joyce, en Mrs.
Dalloway todo transcurre en un día de junio, prueba evidente, a su juicio, de
que Woolf pretendía emular al irlandés, al cual profesaba una envidia que no
sabemos si era causa o efecto de que, en su papel de editora, Woolf se negara a
publicar el Ulises. Menos mal que Sergio, un contertulio encantador y valiente que
adora a Woolf, se lanzó a defender la novela, la separó de la polémica joyciana
–e incluso proustiana, que de todo hubo- y la relacionó con la personalidad
bipolar de su autora, con sus intenciones al escribirla, con nuestra anterior
lectura –Ivan Ilich- y con el contexto
social y personal de Woolf, hasta que la tertulia empezó a derivar hacia
aspectos más positivos. Nuestra profesora, Jimena, puso luz sobre cualidades
del texto tan interesantes como su veta lírica, la belleza de sus metáforas
relacionadas con la naturaleza, el papel del vitalismo en ella y lo innovador
de su estructura en el contexto de la época (con permiso de Joyce). De propina
nos hizo una preciosa lectura woolfiana sobre “literatura y enfermedad”. Al
final nuestro amigo joyceadicto afirmó que volvería a leerla, y yo me prometí a
mí misma leer el Ulises. (El resto no mencionó promesa alguna).
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