Inconfundible Oates
Alfaguara
530 pags.
Una
y otra vez compro novelas de Joyce Carol Oates, y en la contraportada siempre
leo: “todo un clásico sobre el que aletea el Nobel”. Ojalá se lo den algún día.
Me cae bien Oates. Tiene 76 años, una cuenta muy activa en Twitter y una imagen
que parece sacada de un álbum de fotos del grupo Bloomsbury. La imagino en el
supermercado de su pueblo comprando comida macrobiótica, escribiendo a mano y llevando a reciclar
sus pilas. Se ve que es obstinada e infatigable. Tiene mucho estilo,
y un estilo inconfundible.
Las
suyas son historias en las que el dolor que produce la violencia se hace fuerte
en el cuerpo y la mente de los personajes para habitar allí durante largas
temporadas, a veces años, mientras los efectos del golpe –una violación, una
paliza, un asesinato, una cadena de malos tratos- se extienden como una mancha
de aceite alrededor de la víctima, contaminando a familias enteras y ensuciando
la claridad con la que en un principio distinguíamos a víctimas y verdugos.
Casi nadie sale limpio de los golpes de Oates.
En
esta ocasión, como en su tal vez más famosa novela, “La hija del sepulturero”,
y como también en “Mamá”, “Violación”, “Mujer de barro”, “Qué fue de los
Mulvaney” o “Hermana mía, mi amor” (mi favorita) Oates escribe una novela en la
que la violencia arroja a los personajes lejos de su entorno y les obliga a
reconstruirse.
La
hija de un ciudadano de primera, ex alcalde de la localidad de Carthage,
desaparece una noche, tras haber sido vista en compañía del exnovio de su
hermana, un ex combatiente condecorado en la guerra de Irak. En ese momento
descarrila el tren de la tranquila familia Mayfield y los personajes se
deslizan hacia un mundo cada vez más ajeno al escenario social de telefilm con
que había arrancado la novela. Sale a flote cuanto de feo y doloroso puede
haber en la relación entre dos hermanas profundamente desiguales –la fea y la lista- y cuanto de trágico puede haber en las heridas de la guerra.
Los afectos se desintegran y aparecen otros nuevos, pero ya no están en las
tranquilas calles residenciales de Carthage, sino en mundos alternativos,
marginales, en los que seres que tampoco son del todo puros dan refugio a almas
desubicadas y a personajes dolientes en proceso de reconstrucción.
Hay
un gran manejo del suspense, y la voz que narra la historia es originalísima. Oates
es una maga de la escritura; tiene un dominio de los puntos de vista magistral.
A ratos se diría que escuchamos a los vecinos de Zeno Mayfield contar la
tragedia de su hija, porque, cuando quiere, Oates construye un narrador muy
oral, que subraya en cursivas palabras clave, a modo de titulares, a modo de
tópicos, y parece que estamos escuchando a alguien comentar lo que cuenta la
radio. Otras veces es un narrador ominisciente, más clásico, quien nos transmite
el escalofrío del miedo, la soledad, la impotencia, la culpa, la confusión o el
abandono de los personajes. Y qué potencia, qué credibilidad cuando Oates deja
que sea uno de ellos quien tome la palabra.
Dice
Carlos Zanón en El País que “Oates es tan grande que entiendes a todos y a todo.
Al agresor y a la víctima. A las causas y a los efectos.”. Se queja de
que se alarga demasiado en ciertos pasajes. Yo, en cambio, no veo muchas
páginas innecesarias; he leído este libro de un tirón, sin el menor cansancio.
Eso sí, con esa sensación agridulce que te proporciona el saber que no estás
ante un artefacto literario nuevo, que en cualquier momento puede sorprenderte,
sino que te encuentras en el ámbito de una escritura que ya te ha seducido más
de una vez y que ahora no va a desilusionarte.
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