171 pags.
Caballo de
Troya
Cuenta
la autora en una entrevista que cuando la enfermedad de su madre, un cáncer, entró
en fase crítica, “el engranaje familiar empezó a fallar”. “Mi padre buscó
recursos en el pasado, habló de la muerte de mi abuelo y despertó mi interés.
Hasta entonces yo había vivido de espaldas a su asesinato”.
El
abuelo de la autora era Javier de Ybarra, el “gran referente intelectual del
mundo de Neguri”, y fue asesinado por ETA en 1977. En su cuerpo encontraron
signos de tortura. A su muerte siguieron años en los que la familia vivió bajo
amenazas: un paquete bomba, pintadas, coches sospechosos frente a su casa, la
permanente presencia de los escoltas y, finalmente, la mudanza de la familia de
Bilbao a Madrid.
En
este sencillo y al tiempo complejo libro, Gabriela Ybarra relata el secuestro y
el asesinato de su abuelo, y la enfermedad y muerte de su madre. Ambos
acontecimientos pertenecen a tiempos y personajes distintos: el primero tuvo
lugar antes de nacer la autora; en el segundo, en cambio, Gabriela Ybarra tuvo
un papel relevante acompañando a su madre hasta el final. El primero tenía un
trasfondo político y sociológico; el segundo no deja de ser la historia de una
hija que pierde a su madre, y la narración minuciosa del deterioro de un ser
humano hasta la muerte, si bien la autora dice que todo cuanto narra tiene un tinte político. Uno de los grandes logros del libro es reunir ambas
historias en una misma atmósfera, e incluso darles un mismo sentido de
reflexión existencial, aunque esta no sea explícita.
Con
una contención natural, sin ninguna afectación, sin ningún truco, Gabriela
Ybarra transmite con su escritura sencilla y clara una mirada común a uno y
otro relato. En la historia de su madre, la narradora observa, anota,
interviene y sufre; en la del secuestro de su abuelo, son sus padres y sus tíos
los que se enfrentan, impotentes, al
desgarro del secuestro y muerte de su padre. En ningún caso encontramos una reflexión
dramática sobre el horror; más bien hay como una elegante naturalidad al
pintarnos el retrato de la vida, de las cosas que pasan en la vida, con su
tristeza, con su dureza y su crueldad. Hay una deliberada ausencia de detalles,
de otros puntos de vista, de otros personajes. La autora aparece sola ante su
narración. Es un relato íntimo, pero no hay en él intimidades.
Percibimos
la escritura como exorcismo, como sanación, más que por lo que cuenta, por lo
que omite. No hay frialdad, pero tampoco concesiones al sentimentalismo, ni
impudor. Hay una prosa escueta y clara, e imágenes de gran belleza y
sensibilidad. Desde las antípodas de la cursilería, de la autocompasión, de lo
rebuscado y de lo dramático, Gabriela Ybarra logra transmitir lo que el dolor le ha hecho averiguar sobre su identidad y sobre lo
que significa para ella pertenecer a su familia. “Sed sencillos”, les dijo su
madre antes de morir. “”Lo peor que me puede pasar es que me den dos tiros”,
dijo su abuelo al ser secuestrado. Hay muchas maneras de mirar a la muerte, y
la que nos muestra Gabriela es una de ellas: una forma que, al expresarse,
resulta serena. También mira al odio, o a la posibilidad de odiar: “No soy
rencorosa. Odiar me da muchísima pereza y hasta ahora ha sido un sentimiento
poco problemático”, dice en una entrevista.
Según
va construyendo su mirada, nos llama la atención todo cuanto falta en ella.
Apenas hay lágrimas, ni frases grandilocuentes. Dice sobre ETA: “Mi conciencia
estaba más tranquila cuando imaginaba que eran locos o que no eran personas.
Marcianos. Ficción. Asumir su humanidad significa reconocer que yo también
podría hacer algo así”. No parece conformismo. Ni distanciamiento. Tal vez sea una paradójica mezcla de altivez y humildad, o algo parecido a la sabiduría, el lugar donde habita la mirada
que lanza Gabriela al mundo, al sufrimiento, a la vida.
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