martes, 31 de mayo de 2016

Novela. El comensal, de Gabriela Ybarra





171 pags.
Caballo de Troya

    Cuenta la autora en una entrevista que cuando la enfermedad de su madre, un cáncer, entró en fase crítica, “el engranaje familiar empezó a fallar”. “Mi padre buscó recursos en el pasado, habló de la muerte de mi abuelo y despertó mi interés. Hasta entonces yo había vivido de espaldas a su asesinato”.
     El abuelo de la autora era Javier de Ybarra, el “gran referente intelectual del mundo de Neguri”, y fue asesinado por ETA en 1977. En su cuerpo encontraron signos de tortura. A su muerte siguieron años en los que la familia vivió bajo amenazas: un paquete bomba, pintadas, coches sospechosos frente a su casa, la permanente presencia de los escoltas y, finalmente, la mudanza de la familia de Bilbao a Madrid.
   En este sencillo y al tiempo complejo libro, Gabriela Ybarra relata el secuestro y el asesinato de su abuelo, y la enfermedad y muerte de su madre. Ambos acontecimientos pertenecen a tiempos y personajes distintos: el primero tuvo lugar antes de nacer la autora; en el segundo, en cambio, Gabriela Ybarra tuvo un papel relevante acompañando a su madre hasta el final. El primero tenía un trasfondo político y sociológico; el segundo no deja de ser la historia de una hija que pierde a su madre, y la narración minuciosa del deterioro de un ser humano hasta la muerte, si bien la autora dice que todo cuanto narra tiene un tinte político. Uno de los grandes logros del libro es reunir ambas historias en una misma atmósfera, e incluso darles un mismo sentido de reflexión existencial, aunque esta no sea explícita.
     Con una contención natural, sin ninguna afectación, sin ningún truco, Gabriela Ybarra transmite con su escritura sencilla y clara una mirada común a uno y otro relato. En la historia de su madre, la narradora observa, anota, interviene y sufre; en la del secuestro de su abuelo, son sus padres y sus tíos  los que se enfrentan, impotentes, al desgarro del secuestro y muerte de su padre. En ningún caso encontramos una reflexión dramática sobre el horror; más bien hay como una elegante naturalidad al pintarnos el retrato de la vida, de las cosas que pasan en la vida, con su tristeza, con su dureza y su crueldad. Hay una deliberada ausencia de detalles, de otros puntos de vista, de otros personajes. La autora aparece sola ante su narración. Es un relato íntimo, pero no hay en él intimidades.
     Percibimos la escritura como exorcismo, como sanación, más que por lo que cuenta, por lo que omite. No hay frialdad, pero tampoco concesiones al sentimentalismo, ni impudor. Hay  una prosa escueta y clara, e imágenes de gran belleza y sensibilidad. Desde las antípodas de la cursilería, de la autocompasión, de lo rebuscado y de lo dramático, Gabriela Ybarra logra transmitir  lo que el dolor le ha hecho averiguar sobre su identidad y sobre lo que significa para ella pertenecer a su familia. “Sed sencillos”, les dijo su madre antes de morir. “”Lo peor que me puede pasar es que me den dos tiros”, dijo su abuelo al ser secuestrado. Hay muchas maneras de mirar a la muerte, y la que nos muestra Gabriela es una de ellas: una forma que, al expresarse, resulta serena. También mira al odio, o a la posibilidad de odiar: “No soy rencorosa. Odiar me da muchísima pereza y hasta ahora ha sido un sentimiento poco problemático”, dice en una entrevista.
     Según va construyendo su mirada, nos llama la atención todo cuanto falta en ella. Apenas hay lágrimas, ni frases grandilocuentes. Dice sobre ETA: “Mi conciencia estaba más tranquila cuando imaginaba que eran locos o que no eran personas. Marcianos. Ficción. Asumir su humanidad significa reconocer que yo también podría hacer algo así”. No parece conformismo. Ni distanciamiento. Tal vez sea una paradójica mezcla de altivez y humildad, o algo parecido a la sabiduría, el lugar donde habita la mirada que lanza Gabriela al mundo, al sufrimiento, a la vida.



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