sábado, 22 de marzo de 2014

Ensayo: Biografía del silencio, de Pablo d´Ors


Siruela. 112 pags.

Los frutos del silencio

En mi primera adolescencia la meditación transcendental era algo que hacían los hermanos mayores que volvían de San Francisco o de Londres, y ahora me encuentro con que la meditación, sin adjetivos (¿por qué esta amputación?), está cada vez más presente entre la gente de mi edad. Pilar me regala este libro, en el que Pablo D´Ors explica todo cuanto ha encontrado en la meditación y cómo la simplicidad del método –sentarse, respirar, acallar los pensamientos- se complica debido al equipaje que llevamos en la mente. Mientras leo el libro ese equipaje de creencias mías se va dando de bruces con algunos de los planteamientos de Pablo. Con otros, en cambio, no. “Me gusta o no me gusta, así es como solemos dividir el mundo”, dice Pablo. Y así es. Me gusta o no me gusta lo que dices, Pablo, y así es como leo tu libro. Mucho tendría que meditar para leerlo de otra manera.

Me atraen de tu propuesta los aspectos básicos que nos suenan del mundo zen: la idea de que gracias a la meditación se aprende a no querer ir a ningún lugar distinto a aquel en el que se está, a vivir el ahora, a dejar de desear cosas y a verlas gratuitamente, sin el prisma del para mí. “No conviene resistirse, sino entregarse. No empeñarse, sino vivir en el abandono”. También me atrae el sentido que le das al dolor, “nuestro principal maestro”, porque si la meditación es “el arte de la rendición”, la convivencia con el sufrimiento es su principal manifestación. Y, por supuesto, conecto a la perfección con la idea de que el ser humano está en definitiva solo ante la responsabilidad de vivir su libertad; la libertad de decidir quién soy, que es la libertad de Viktor Frankl y la libertad del cristianismo.

En tu propuesta hay, sin embargo, algunos planteamientos que me cuesta más ver como compatibles con el ser humano pleno, tal como lo entiendo yo. Renunciando a pensamientos y emociones, ¿no perdemos dimensiones fundamentales de nuestro ser, y de nuestra capacidad de mejorar el mundo?”. Y lo mismo ocurre con el esfuerzo: “El esfuerzo pone en funcionamiento la voluntad y la razón; la entrega, en cambio, la libertad y la intuición”, dices.  Y digo yo: renunciando al esfuerzo, ¿no estamos dilapidando nuestro poder de crear y transformar? ¿No es la voluntad la consecuencia creadora de la libertad? “No hay que inventar nada, sino recibir lo que la vida ha inventado para nosotros; y, eso sí, dárselo a los otros”. ¿Y qué entregamos a los otros? ¿Un yo puro, desprovisto de deseos y emociones, un yo que ha despertado a ser quién es, pero que ha renunciado a proyectar y a cambiar, que ha desistido de generar belleza, conocimiento y felicidad, un yo consumidor de lo que la vida le ofrece, pero que ha desactivado su poder creador?

Aliviar el sufrimiento del mundo es, para ti, “el mejor de los propósitos posibles”, un propósito alcanzable para quien medita porque, mientras lo hace, alimenta la compasión, de tal manera que los frutos de la meditación “se perciben fuera de la meditación” en forma de benevolencia, aceptación de la diversidad, aprecio de de los animales y de la naturaleza o una más cuidada atención a las necesidades ajenas. La verdad es que se me queda un poco corta esta compasión y estos frutos para aliviar el sufrimiento del mundo.

Y a esto va Pablo y dice: “Una de las principales amenazas a todo este proceso de purificación interior radica en la creencia –sostenida en realidad por quienes no han meditado o lo han hecho muy poco- de que toda esta preocupación por el yo no sirve para ayudar a los demás. A este respecto diré algo que he afirmado con frecuencia y que suele sorprender: la ideología del altruismo se ha colado en nuestras mentes occidentales, sea por la vía del cristianismo, sea por la del humanismo ateo. En el budismo zen, por el contrario, parece estar muy claro que el mejor modo para ayudar a los demás es siendo uno mismo y que es difícil –por no decir imposible- saber qué es mejor para el otro, pues para ello habría que ser él, o ella, y estar en sus circunstancias (…) En el zen se enseña a dejar a los demás en paz, porque poco de lo que les sucede es realmente asunto tuyo”. Qué difícil de comprender es esto, Pablo.

Y, por último, la vida. “¡Vivámosla!”, dice Pablo. Ahí sí te sigo, Pablo. Vivamos la vida como viene, sin plantearnos un combate contra ella, aceptándola sin miedo.

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