Siruela. 112 pags.
En mi primera
adolescencia la meditación transcendental era algo que hacían los hermanos
mayores que volvían de San Francisco o de Londres, y ahora me encuentro con que
la meditación, sin adjetivos (¿por qué esta amputación?), está cada vez más presente
entre la gente de mi edad. Pilar me regala este libro, en el que Pablo D´Ors
explica todo cuanto ha encontrado en la meditación y cómo la simplicidad del
método –sentarse, respirar, acallar los pensamientos- se complica debido al
equipaje que llevamos en la mente. Mientras leo el libro ese equipaje de
creencias mías se va dando de bruces con algunos de los planteamientos de
Pablo. Con otros, en cambio, no. “Me gusta o no me gusta, así es como solemos
dividir el mundo”, dice Pablo. Y así es. Me gusta o no me gusta lo que dices,
Pablo, y así es como leo tu libro. Mucho tendría que meditar para leerlo de
otra manera.
Me atraen de
tu propuesta los aspectos básicos que nos suenan del mundo zen: la idea de que
gracias a la meditación se aprende a no querer ir a ningún lugar distinto a
aquel en el que se está, a vivir el ahora, a dejar de desear cosas y a verlas gratuitamente, sin el prisma del para
mí. “No conviene resistirse, sino entregarse. No empeñarse, sino vivir en
el abandono”. También me atrae el sentido que le das al dolor, “nuestro
principal maestro”, porque si la meditación es “el arte de la rendición”, la
convivencia con el sufrimiento es su principal manifestación. Y, por supuesto,
conecto a la perfección con la idea de que el ser humano está en definitiva
solo ante la responsabilidad de vivir su libertad; la libertad de decidir quién soy, que es la libertad de Viktor Frankl y la libertad del cristianismo.
En tu
propuesta hay, sin embargo, algunos planteamientos que me cuesta más ver como
compatibles con el ser humano pleno, tal como lo entiendo yo. Renunciando a
pensamientos y emociones, ¿no perdemos dimensiones fundamentales de nuestro ser,
y de nuestra capacidad de mejorar el mundo?”. Y lo mismo ocurre con el
esfuerzo: “El esfuerzo pone en funcionamiento la voluntad y la razón; la
entrega, en cambio, la libertad y la intuición”, dices. Y digo yo: renunciando al esfuerzo, ¿no estamos
dilapidando nuestro poder de crear y transformar? ¿No es la voluntad la consecuencia creadora de la libertad? “No hay que inventar nada, sino recibir lo que
la vida ha inventado para nosotros; y, eso sí, dárselo a los otros”. ¿Y qué
entregamos a los otros? ¿Un yo puro, desprovisto de deseos y emociones, un yo
que ha despertado a ser quién es, pero
que ha renunciado a proyectar y a cambiar, que ha desistido de generar belleza,
conocimiento y felicidad, un yo consumidor de lo que la vida le ofrece, pero que ha desactivado su poder creador?
Aliviar el
sufrimiento del mundo es, para ti, “el mejor de los propósitos posibles”, un
propósito alcanzable para quien medita porque, mientras lo hace, alimenta la
compasión, de tal manera que los frutos de la meditación “se perciben fuera de
la meditación” en forma de benevolencia, aceptación de la diversidad, aprecio
de de los animales y de la naturaleza o una más cuidada atención a las
necesidades ajenas. La verdad es que se me queda un poco corta esta compasión y
estos frutos para aliviar el sufrimiento del mundo.
Y a esto va
Pablo y dice: “Una de las principales amenazas a todo este proceso de
purificación interior radica en la creencia –sostenida en realidad por quienes
no han meditado o lo han hecho muy poco- de que toda esta preocupación por el
yo no sirve para ayudar a los demás. A este respecto diré algo que he afirmado
con frecuencia y que suele sorprender: la ideología del altruismo se ha colado
en nuestras mentes occidentales, sea por la vía del cristianismo, sea por la
del humanismo ateo. En el budismo zen, por el contrario, parece estar muy claro
que el mejor modo para ayudar a los demás es siendo uno mismo y que es difícil –por
no decir imposible- saber qué es mejor para el otro, pues para ello habría que
ser él, o ella, y estar en sus circunstancias (…) En el zen se enseña a dejar a
los demás en paz, porque poco de lo que les sucede es realmente asunto tuyo”. Qué
difícil de comprender es esto, Pablo.
Y, por
último, la vida. “¡Vivámosla!”, dice Pablo. Ahí sí te sigo, Pablo. Vivamos la
vida como viene, sin plantearnos un combate contra ella, aceptándola sin miedo.
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