Acantilado.
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pags.
Buscando la mirada de
la juventud
Me
he atrevido a releer un libro del estante de mis libros más viejos, en el que están,
por ejemplo, el Cuarteto de Alejandría, Bomarzo
y Conversación en la catedral. Le
tengo mucho respeto a esta zona de la librería, que parece mirarme muy seria, llena de
desilusiones potenciales. Ada o el ardor estaba
ahí, con sus pastas gastadas, que he tenido que pegar, y con su fecha de compra
escrita por mí: 1977. Al leerlo he tratado de reconstruir mi mirada de aquella
época, las sensaciones que produjo en mí, mi experiencia al leerlo. Todo son
suposiciones, pero imagino que me sentía muy madura, muy intelectual, muy
capaz. Posiblemente era una adolescente de lo más repipi. Para leerlo en estos
tiempos tenemos la ventaja de internet, con sus cientos de páginas sobre
Nabokov y sus obras. En alguna de ellas he leído que Ada era para su autor la mejor de sus novelas. Me entusiasmó Lolita y no recuerdo haber leído Pnin, que también está en la librería. Ada es espléndida, exuberante, compleja
y rotunda.
La
historia de Ada, el amor de la vida de Van, es narrada por este cuando cuenta
con más de noventa años, a mediados del siglo XX. El manuscrito empieza cuando
él tiene catorce años y ella doce, y tiene acotaciones de Ada, por lo que
entendemos desde las primeras páginas que al final de sus vidas se reunirán,
aunque solo sea para contar su historia.
De niños, Van y Ada se creen primos, pero
pronto sabrán que son hermanos. Se inician mutuamente en la sexualidad con la
inocencia de Adán y Eva -sus nombres son uno de más de los muchos juegos de Nabokov-, una inocencia que contrasta con su precocidad
intelectual. Además de hacer el amor en cada rincón del bosque y de la casa, escapando
de la institutriz y de su hermana pequeña, Ada y Van devoran la inmensa biblioteca, hacen juegos de
palabras en varios idiomas, estudian entomología y mantienen una relación de
irónica y nada inocente distancia con sus parientes, sobre los cuales a su vez Nabokov
despliega historias en las que cada personaje posee su propia complejidad literaria
y su propio atractivo.
En el
inicio de la novela, los jóvenes amantes viven en Ardis, mansión familiar y
paraíso perdido; territorio arcádico perteneciente al mundo de la fantasía,
como casi todos los lugares que aparecen en esta historia en la que el tiempo y
el espacio tienen sus propias reglas: el inicio de aquel amor son los años 80
del siglo XIX, pero a lo largo de la historia los aviones, teléfonos y
telegramas desmienten a cada paso la cronología convencional, y Ardis parece
estar en la costa este de América, pero es un lugar colonizado cultural y
lingüísticamente por rusos, franceses e ingleses. El tiempo y espacio son temas
favoritos del Van maduro, psiquiatra y ensayista,
y Nabokov y su personaje-narrador convergen en manipularlos. ¿Por qué? Es ese
uno de las preguntas que nos plantea esta lectura. Pero hay muchas más, y el
adentrarse en ellas es apasionante para cualquier amante de la literatura.
Escribe
Van al final del libro sobre lo que acaba de narrarnos: “El castillo de Ardis,
tal es el leitmotiv que fluye ondulante a través de las páginas de Ada, vasta y
deliciosa crónica que, en su mayor parte, tiene por escenario una América de
brillantez onírica. (…) No hay nada en la literatura universal –salvo, tal vez,
las reminiscencias del conde Tostoi- que pueda rivalizar en alegría pura, en
inocencia arcádica, con los capítulos de este libro que tratan de Ardis”. Y sigue, más adelante: “A pesar de las numerosas
complicaciones de la intriga y de la psicología de los personajes, la narración
avanza al galope. Incluso antes de que hayamos tenido tiempo de recuperar el
aliento y de contemplar tranquilamente el nuevo escenario en que nos ha “vertido”
la alfombra mágica del autor, otra chiquilla encantadora, Lucette Veen, la
hermana menor de Ada, es arrebatada por la atracción de Van, el irresistible
libertino. El trágico destino de Lucette representa uno de los momentos más
notables de este delicioso libro. El
resto de la historia de Van tiene por tema –presentado de una manera franca y
colorista- su larga aventura amorosa con Ada…”
Y termina así, en el último
párrafo: “Un importante ornato de la crónica es la delicadeza del detalle
pintoresco: una galería enrejada; un techo pintado; un bello juguete perdido
entre los nomeolvides de un arroyo; mariposas y orquídeas en los márgenes de la
novela; un velo lejano visto desde una escalinata de mármol; una corza
heráldica que gira la cabeza hacia nosotros en el parque ancestral; y muchas
cosas más”. Nabokov se ríe de lo
vanidoso que es el narrador que ha creado -un snob de un narcisismo enfermizo, enamorado de quien más se le parece, Ada-, y nos regala en estas líneas finales
una última chispa del humor y la belleza que ha derrochado en el resto de este
extraordinario libro.
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