sábado, 20 de junio de 2015

Novela. El mono blanco, de John Galsworthy




El mundo de los Forsyte sigue vivo
Reino de Cordelia
452 pags.

Galsworthy recibió el Premio Nobel en 1932, aunque es más conocido por la popularidad que adquirió su obra La Saga de los Forsyte al ser llevada a la televisión por la BBC. Sobre él leo en El Cultural: “Aunque popular y leído, el Nobel de 1932 John Galsworthy fue barrido por el ímpetu de los narradores ingleses del grupo de Bloosmbury. Virginia Woolf y sus colegas se encargaron de dejar fuera de combate a novelistas como él. La claridad de ideas de Galsworthy, la transparencia de sus personajes, así como la impecabilidad de la trama y su concepción de la novela como estructura flexible dirigida por un propósito insoslayable, habían pasado de moda. Este hombre, nacido con una cuchara de plata en la boca, ni siquiera era difícil y original como Henry James, o sintácticamente retorcido como su padrino Joseph Conrad. No, él estaba en la diáfana línea de George Eliot y Thomas Hardy. Al escribir, Galsworthy pensaba en Turgueniev y su realismo inefable, y, como Stendhal, hacía de la precisión y la sobriedad absorbida en el estudio de las leyes su divisa para contar una historia. Era de otro siglo”.  

El mono blanco es la primera novela de la trilogía Una comedia moderna, y comparte con el resto al personaje central, Soames Forsyte, un resto viviente de la sociedad victoriana, al que el autor trata con respeto y se diría que cierto cariño familiar. Su hija Fleur y su yerno Michael Mont, son, junto al padre de éste, Sir Lawrence Mont, los personajes en los que Galsworthy se apoya para mostrarnos el Londres de 1924, que se recupera de la guerra tratando de abrazar una modernidad que resulta más inasible de lo esperado.

La novela es mucho más que un retrato costumbrista de la archi fotografiada clase alta británica de entre guerras. De las empresas de los Forsyte-Mont surgen personajes que sueñan con emigrar a Australia o simplemente con sobrevivir, y que se enredan en conflictos morales que corren paralelos a los que agobian a Fleur y a Michael, la primera en su salón chino y el segundo en su editorial, y ambos en un matrimonio amenazado por un amigo de la familia. En la trama hay elementos de una actualidad que podemos atribuir tanto a la grandeza de un escritor que sabe elevarse sobre su época para crear personajes que arrastran al lector como al hecho de que aquellos años, empeñados en fabricar modernidad, se parecían bastante a los tiempos presentes. Era aquella una sociedad que "solo creía en el pasado". 

Fleur colecciona artistas y combinaciones de invitados y logra ser amada por todos sin amar a nadie; Michael trata de sacar adelante su matrimonio y una editorial moderna, con el fin de que su mundo se parezca lo menos posible al de su padre, y Soames se enfrenta a los peligros que acechan a su reputación en la city.

Galsworthy atiende los detalles y va cuajando a sus personajes con agudeza y humor; los plantea con maestría, los hace progresar, ahonda, los pone a evolucionar para mostrarnos un mundo en el que se pretende que ni los celos sean lo que  eran antes, un mundo empeñado en superar la era victoriana y la guerra, en el que los jóvenes de la clase alta solo se comprometen con una modernidad que nos saben en qué consiste, mientras los pobres no se enteran de que “Beethoven ya no está de moda” y siguen peleando por lo de siempre.

Del mundo que pinta –la city, los agobios de los trabajadores, los clubes de hombres, el afán por estar a la moda en arte y literatura, los nuevos usos de la familia moderna- tal vez sea lo más atractivo la descripción de las vicisitudes de Soames al frente de su empresa, aquejada del riesgo extranjero, que le quita el sueño y le llena la madrugada de reflexiones inútiles, a él, que es básicamente un hombre decente, además de práctico: “¿Qué deberes tenía un consejero, además de cobrar sus honorarios y tomar el té? Esa era la cuestión. Y si no cumplía con ellos, ¿hasta qué punto se le podía considerar responsable? Uno de los deberes del consejero era ser absolutamente honesto. Pero si era absolutamente honesto, no podía ser consejero. Eso estaba claro. En primer lugar, tendría que confesar a sus accionistas que no hacía nada para ganar sus honorarios. Porque, ¿qué hacía él durante las reuniones del Consejo? Se sentaba, firmaba, charlaba y aprobaba aquello que la tendencia general aconsejase aprobar”.  Inquietante actualidad la de las reflexiones de Soames.

Son pequeñas joyas las cartas que escribe Michael para devolver los manuscritos a escritores que no interesan a su editorial (las cuales pule luego su secretaria), los diálogos entre Soames –rico, amante del arte, emprendedor y distante- y su consuegro Sir Lawrence –aristocráta de la vieja escuela de los terratenientes hipotecados-. También lo son los monólogos del pintor de moda frente a su modelo, la paupérrima belleza que aspira a una vida nueva con su marido, el vendedor de globos. Menos atractivo, por más común, es el personaje de la narcisista Fleur, aunque el mundo que la aloja –su salón chino, su perro chino y su colección de poetas- está, como el resto de los mundos de Galsworthy, magníficamente dibujado.

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