“Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros
padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después”. Así empieza esta
gran novela de Richard Ford, del cual sólo había leído cuentos, pero del que se
ha dicho que es “el mejor escritor norteamericano”. Desde luego es un maestro (también
recuerdo una buenísima antología del cuento americano suya). La primera parte
es de una perfección asombrosa. La voz de Dell es la de un adulto, que se va
perfilando con sutileza como alguien integrado en la sociedad, alguien que ha
conseguido forjar una vida coherente, y que es capaz de hacer revivir con total
precisión a aquel adolescente que era cuando sus padres (militar él, profesora
ella) decidieron atracar un banco. Ford consigue enganchar al lector plenamente
a una trama cuyo meollo descubre en las primeras líneas, y lo hace porque el
Dell adolescente es un personaje que conmueve con su mezcla de ingenuidad y
lucidez y porque las peripecias de Dell nos hablan no sólo de la pérdida de la
inocencia, sino, sobre todo, de la construcción de un ser humano. Desde las
primeras páginas estamos asistiendo a la puesta en funcionamiento del mecanismo
de la libertad, en función del cual los personajes van cruzando fronteras y
saltando límites, tomando decisiones, haciéndose responsables de su futuro y
fabricándose a sí mismos. El salto de la primera frontera transforma a los padres de Dell en “personas
que atracan bancos”. La siguiente frontera es la que separa Estados Unidos de
Canadá, en donde transcurre la segunda parte del libro, que es más oscura que
la primera, y que gira en torno a un personaje, Reminger, menos reconocible que los anteriores pero muy
útil en la medida en que hace crecer al personaje central, que es ese
prodigioso Dell, empeñado en jugar al ajedrez y en que las cosas tengan
sentido, ese chico al que la vida le roba todo –sus padres, su hermana, su
entorno, su seguridad- pero que sigue aferrado al proyecto de dar forma a su
vida a su manera. El libro nos relata hasta qué punto ha obtenido el Dell
adulto lo que le pedía a la vida, si bien esta última parte no nos conmueve
tanto como las páginas en las que, a tientas, ese adolescente enamorado de la
vida de las abejas y del ajedrez va apañándose para cruzar fronteras sin
perderse a sí mismo.
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